“porque
cualquiera sabe que es triste inmensamente existir sin amor”
Mario
Payeras.
Era
una tarde de noviembre como cualquier otra, en la que los barriletes suelen
desafiar al viento para averiguar hasta dónde pueden llegar. El juguete llamó
la atención de Sara justo cuando estuvo a punto de quedar atrapado entre las
ramas que se reflejaban en la ventana del carro negro. Mientras observaba la manera en la que esa
silueta bailaba con gracia y se alejaba cada vez más del lugar de donde ella
estaba, Sara recordó el poema de Mario Payeras que su tío recitaba los domingos
por la tarde cuando caminaban hacia la tienda del barrio. Tras recitar los
versos en su mente, cayó en la cuenta que ella no había conocido a ningún amor que le dijera barrilete
o que la comparara con el alma bulliciosa de los pájaros que estallan por la
tarde. Lo suyo había sido una monótona colección de sinsabores que intentaba
cubrir con el rubor comprado hace un par de horas en la tienda.
Cuando
Sara tenía cinco años empezó a imitar los gestos que su madre realizaba frente
al espejo. Ambas se sumergían en el ritual del maquillaje y experimentaban con
las tonalidades de moda para alcanzar la perfección en los trazos. No era de
señoritas lucir descuidada, por lo que el ritual quedó grabado en la rutina de
Sara e incluso se convirtió en una táctica dilatoria para hacer esperar a los
príncipes azules que llegaban a la puerta. Uno de esos candidatos fue Julio,
quien llegó a su vida, como en capítulo de telenovela, para detener el tiempo y
regalarle el universo completo cada vez que se besaban.
Conforme
fue pasando el tiempo, algo de su matrimonio hacía eco con aquellas tardes en
las que Sara coincidía con su mamá frente al televisor para tomar una taza de
café con pan. Solían criticar a las protagonistas e incluso le reclamaban a las
que no lograban abandonar a esos novios abusadores. Sara dejó de ver las
telenovelas cuando Julio la regañó y le dijo que ese era un pasatiempo para
mujeres ignorantes. Tomó el control remoto y escogió cualquier película de
acción, que se le presentó en el camino del zapping.
Julio
era el hombre ideal, guapo y responsable que cualquiera podría desear, solía
pensar Sara mientras cepillaba su cabello frente al espejo. Por eso debía
esforzarse un poco más para quedar bien con él, en vez de equivocarse y
provocarlo. Poco a poco se le fueron agotando las excusas y aprendió a fingir
los orgasmos para que todo acabara más rápido. Se acostumbró a seguir la
corriente, mostrarle su teléfono celular cada día y decirle que sí a todo, con
tal de que se marchara a trabajar y poder quedarse sola en casa. Durante su
ausencia ella aprovechaba para ponerse al día con la telenovela o tejer algún
suéter para el bebé que venía en camino.
Su
única tarea, según le había dicho Julio, era cuidar a esa criatura que llegaría
para renovar su relación. Y Sara le creyó. Cada puntada la acercaba al momento
en que lo sostendrían en sus brazos. Los nuevos planes incluían una cena en la
que le anunciarían a todos que Sara estaba embarazada y tampoco podía quedar
fuera la redecoración para el heredero. Lejos estaba de imaginarse que aquel
lunes Julio iba a regresar más temprano y que, al llegar a la casa, la
encontraría viendo la telenovela en horario estelar. La desobediencia se paga
caro en esta casa, le diría después de propinarle algunos golpes por aquí y por
allá.
Sara
terminó de maquillarse e instintivamente acarició su vientre con la mano
derecha, tal y como solía hacerlo cuando estaba embarazada. El barrilete ya
solo era un punto violeta que se perdía entre los zanates que volaban antes de
que se acabara la tarde. Era el momento de bajar del carro y recibir el abrazo
de su hermana, quien la esperaba impacientemente desde hacía algunos minutos.
Sara recibió las muestras de pésame que, le salían al paso, mientras intentaba
abrirse camino para llegar hacia aquel nicho frío y gris, que los ramos le
salpicaban un poco de color.
Por
más que se escondiera, era difícil
evitar ese abrazo maternal que se extendía para atraparla. Sara también lloraba
y lo hacía porque su mamá la estrujó con la fuerza necesaria para que recordara
dónde quedaban las heridas que Julio dejó en su cuerpo.
La
última vez que lo vio fue hace dos días. Pelearon como de costumbre y, tras
reclamarle por no haber sido capaz de mantener a salvo el embarazo, le dio un
último golpe y se fue de la casa. El periódico de ayer relató, con lujo de
detalles que el cuerpo de su esposo había sido encontrado en una cuneta y que
su automóvil estaba en manos de una banda de robacarros que opera del otro lado
de la ciudad.
Sin
embargo, Sara no experimentó sorpresa alguna cuando Julio no llegó a dormir
aquel lunes. Hasta se alegró cuando pudo adueñarse del control remoto para
quedarse un rato más en la cama y levantarse hasta que el hambre la obligara.
Ese día ya no tendría que preparar un desayuno extra.
Lucía León
*La imagen fue tomada de: https://www.pinterest.com/pin/416301559276044106/
Conmovedor relato !
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