El reflejo en el umbral Parte IV



Antes de dar un último recorrido por los pasillos de Galerías Sally, ambos se acompañan mutuamente hacia el baño, pero se separan en la intersección que divide los sanitarios de hombres con los de mujeres.

La sonrisa de Sara irradia emoción y alegría por haber pasado unas horas a tu lado lejos de la oficina y sin los comentarios de oficinistas entrometidos. Su mirada se pierde en el espejo mientras se lava las manos repitiendo automáticamente los pasos que una vez le enseñara su mamá. Sueña contigo y con tus manos y con tu aroma y con cómo se sentirá al estar entre tus brazos, tus labios, tu habitación…

Esa perfecta sonrisa lograda tras años de tratamiento odontológico se desvanece ante la incertidumbre causada por sentirse objeto de burla por parte de su reflejo. Es algo muy extraño y quizá hasta una ilusión o uno de esos instantes clasificados como deja vu.

Su mecanismo de defensa actúa, le recuerda a sus párpados que es hora de parpadear y distraerla de esa extraña imagen. Además no ha cerrado la llave del agua y el preciado líquido vital está a punto de rebalsar el lavamanos.

La ilusión vuelve a ocupar su lugar y a provocarle esa perfecta sonrisa.

Las voces vuelven a atacarte al ingresar al baño, por lo que entras al primer cubículo y te sientas en el inodoro esperando que estas se callen con prontitud. Tus manos tapan tus oídos como un inútil acto de defensa y comienzas a gritarle a ese grupo de abusivos inquilinos.

En un segundo de lucidez recuerdas que estas en un lugar público y que pueden venir unos guardias a sacarte del mismo. Tal y como te ha pasado en otras ocasiones en las que las voces te gritan sin parar.

Cuentas hasta diez al mismo tiempo que respiras profundamente y tratas de recobrar la tranquilidad.

Conforme avanzas hacia el lugar donde dejaron el carro parqueado decides que la cita debe terminar porque temes volver a repetir el episodio neurótico.

Sara nota tu repentina frialdad y busca en vano contagiarte de su energía. Se despiden con un abrazo y un beso en la mejilla. A lo mejor le gusta ir despacio, piensa Sara al verte partir desde la ventana del apartamento 4b.



El balance de hoy no es positivo. Es más, me declaro en quiebra total; tanto económicamente como moralmente. La cita en Galerías Sally estuvo demasiado aburrida y conflictiva. Cuándo aprenderán a no mezclar la religión con las cursilerías, mientras conversan con una chava en una supuesta cita romántica. Al estar adentro del cine ocurrió lo peor: La lucha por abrazarte y tomarte la mano aunque no querrás.

¿Acaso las señales que envié no fueron claras? Tu me das la mano, yo la suelto. Me abrazas, me cambio de posición en la butaca. Buscas mis labios y te doy la mejilla. Detesto sonar como fresa pero… Hello?!!

No veía la hora de abandonar el lugar. Ese impulso de largarme lo más pronto posible fue lo que me llevó hacia la casa de Majo y así poder encontrar consuelo en mi amiga, para luego burlarnos del susodicho. Hasta ahí, todo bien.

Nos reímos de la cita funesta y me despedí temprano para llegar en el momento exacto y abordar la camioneta que me llevaría del Parque Colón hacia mi hogar en los suburbios guatemaltecos. Justo en ese instante tan puntual como la desgracia, la ruleta rusa nacional decidió que era mi turno de invadir mi espacio personal. Ese metro cuadrado que todos consideramos sagrado fue violentado por unos segundos, los cuales fueron suficientes para que renaciera en mi una rabia que se quedaba atorada en mi garganta. Unas cuantas lágrimas sirvieron de transporte colectivo para expresar impotencia y por qué no, miedo también.

Ya sé que no tenía que ir caminando por la doce Avenida y novena Calle. Pero entre la prisa por alcanzar la última camioneta y la paranoia, creí que si caminaba lo suficientemente rápido, me daría tiempo de llegar hasta la otra esquina sin ningún problema. Error. Mis pasos fueron coartados por uno de esos parias que se envalentonan a partir del temor colectivo.

A punta de pistola se robó mi celular y el dinero que llevaba en la billetera. Se atrevió a rodear mi cuello con su brazo derecho y contra la paré mamasita, pa asustarme todita. Vaya que no revisó el bolsillo derecho de mi pantalón y encontró un billete de cinco quetzales. De haber sido así no hubiera tenido para el pasaje de regreso. Encima le agradezco por no haberse llevado mis papeles de identificación y el resto de mi dignidad.

El colmo es que yo no era la única persona que caminaba por esa cuadra, sino que a mi alrededor había más peatones e incluso testigos en locales comerciales. Pero ninguno se inmutó. Esta es la tierra de nadie.



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